1 Juan 5:11-12.
Es cierto que un creyente puede cometer una falta y perder la comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Y esto sin que necesariamente se trate de pecados groseros; basta un acto de ligereza, un pensamiento impuro para interrumpirla.
Cada cristiano pasa por esta experiencia. Su estado normal sería no pecar, como dice el apóstol Juan: “Estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1). Pero el hecho es que “todos ofendemos muchas veces” (Santiago 3:2). La consecuencia de ello es que el apacible y feliz disfrute de la vida nueva (la comunión) se interrumpe; y sólo será restablecido si confesamos nuestro pecado a Aquel que es fiel y justo para perdonarnos, en virtud de la expiación hecha una vez para siempre por Jesucristo (1 Juan 1:9 y 2:2).
Pero a pesar de ello, la vida eterna en sí nunca podrá serle quitada a aquel que pertenece a Cristo. Si tuviera que ver con nuestra responsabilidad, si dependiera de nosotros conservarla o perderla, no la retendríamos ni cinco minutos. Menos mal que no es así. Dios sabe que somos débiles. Él conoce lo que es el ser humano y nos ama demasiado para dejar la salvación de nuestra alma en nuestras manos. Por eso “nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo”.
Pero lo que sí nos dejó el Señor es la responsabilidad de andar de tal manera que el gozo de nuestra comunión sea completo y duradero. La nueva vida que Él nos da es nutrida por la lectura de la Biblia y el hábito de la oración.
Amén
Fuente:LaBuenaSemilla.net
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