viernes, 4 de septiembre de 2009

Un hombre admirado por Jesús

Lucas 7:1-10
La fe del centurión

1 Cuando terminó de hablar al pueblo, Jesús entró en Capernaúm.2 Había allí un centurión, cuyo siervo, a quien él estimaba mucho, estaba enfermo, a punto de morir.3 Como oyó hablar de Jesús, el centurión mandó a unos dirigentes de los judíos a pedirle que fuera a sanar a su siervo. 4 Cuando llegaron ante Jesús, le rogaron con insistencia: —Este hombre merece que le concedas lo que te pide: 5 aprecia tanto a nuestra nación, que nos ha construido una sinagoga. 6 Así que Jesús fue con ellos. No estaba lejos de la casa cuando el centurión mandó unos amigos a decirle: —Señor, no te tomes tanta molestia, pues no merezco que entres bajo mi techo. 7 Por eso ni siquiera me atreví a presentarme ante ti. Pero con una sola palabra que digas, quedará sano mi siervo. 8 Yo mismo obedezco órdenes superiores y, además, tengo soldados bajo mi autoridad. Le digo a uno: "Ve" , y va, y al otro: "Ven" , y viene. Le digo a mi siervo: "Haz esto" , y lo hace. 9 Al oírlo, Jesús se asombró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, comentó: —Les digo que ni siquiera en Israel he encontrado una fe tan grande. 10 Al regresar a casa, los enviados encontraron sano al siervo.

¿Quién era ese capitán del ejército romano que provocó la admiración del Señor? Primero, era alguien que temía a Dios, esto se veía en el trato con los demás. Amaba a su siervo, lo que no era muy común en esa época. También era abnegado y muy generoso con los creyentes. Pero no fue esto lo que Jesús admiró.

Pese a todas esas cualidades, ese hombre no se estimaba digno de ir él mismo al encuentro de Jesús, ni aun de recibirle en su casa. No estaba envanecido por su importancia, sino que estimaba mucho la persona de Jesús. Tenía esa humildad que honra a Dios y que confía en su bondad. Pero esto tampoco fue lo que Jesús admiró.

Lo que brillaba en ese hombre era su fe, una fe sorprendente: comprendió que una sola palabra de Jesús bastaba para que su siervo sanara. Como capitán, ocupaba una posición de autoridad. Una orden a sus soldados era suficiente para que le obedeciesen, porque él representaba el poder romano.

Discernió que el Señor estaba investido de una autoridad divina. No era necesario que se desplazara. Con una única palabra podía manifestar el poder de Dios. ¡Qué confianza en el amor y la autoridad de Jesús! ¡Qué fe!

Imitemos lo que hay de admirable en ese hombre. ¡Que nuestra fe esté puesta en el poder del Señor y en su querer de ayudarnos!

Fuente:LaBuenaSemilla.net

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